No he desaparecido. Aunque no fue por falta de ganas. La causante, la misma de siempre: la vida, mejor dicho, la ausencia de la misma. A pesar de que a ella le quedaba poca, su constante abrazo a este mundo una y otra vez, hacía casi imposible imaginar que tarde o temprano iba a perder su particular batalla. Sucedió hace hoy quince días. Los mismos que he querido tomarme para encajar una nueva sorpresa, esta vez, demasiado negativa.
No soporto lo de que la vida sigue, quizá porque es la verdad y porque es lo que menos te apetece que suceda, que siga. Hubiera detenido el mundo el pasado 26 de junio, a las 20 horas. Justo, cuando ella dejó de respirar para siempre. Sin hospitales de por medio, sin médicos, sin ambulancias, sin óxigeno entubado. Estoy segura que nunca imaginó irse de la forma en que se fue: en su casa y en silencio. Por algo prefería el hospital, el ruído de los zuecos de los médicos, las camillas de las mil y una ambulancias que en los últimos doce años la trasladaban casi mensualmente a la unidad geriátrica, la que poco a poco fue constatando el deterioro imparable de sus pulmones.
Ahora solo queda recomponerse. Otra vez. La enésima vez. Porque no queda otra. Porque a pesar de todo, la vida sigue.
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