sábado, 5 de marzo de 2011

Carnaval

Nunca me ha gustado el carnaval. No me gustan los disfraces, ni tampoco los motivos por los que generalmente la gente claudica a vestirse de hipocresía. Son días de alegría impuesta, de felicidad por decreto, de locura porque sí. No me gusta. Estoy más cómoda en el otro bando, en el de la alegría natural, la felicidad por sorpresa o la locura porque yo lo valgo.
Prefiero la verdad al disfraz de mentira, la cara lavada a la máscara veneciana, el traje de diario a la capa de vampiro.
A Dios gracias que solo dura siete días y que cada vez -debe ser la edad- me he vuelto más tolerante. Por eso, me honra imitar -mejor semana no puedo elegir- a Unamuno y cambiar el verbo principal de su frase memorable: "¡Qué se disfracen ellos!" Y yo, qué lo vea. Porque si tan necesaria es esa alegría trucada, también lo será el público que, a su debida distancia, lo valore. Eso sí, ese sí puede ser mi disfraz: el de público, pero no un público cualquiera, sino aquel en el que predomina el escepticismo, aquel que se sitúa en la platea, con el fin de observar desde la frialdad del otro lado, el calor provocado por el dichoso carnaval.

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