El miércoles cumplí 33 años. Cuando era pequeña no solía imaginarme con esta edad. Para acercarme a la posibilidad de tener más de treinta, miraba a mi madre y me convencía que si es que llegara a tener la treintena, estaría casada y tendría al menos dos hijos, el primero por supuesto, niño. En mi mente ya por entonces prodigiosa, no cabía la probabilidad de la soledad: mi tía encarnaba para mi la soltería y llegar a su edad (tiene cuatro años menos que mi madre) sin ni siquiera un novio reconocido me parecía de lo más desolador.
Y aquí estoy, 33 años, sin marido, sin hijos y sin novio reconocido. Sin embargo, algo ha cambiado desde que inauguré la tercera década de mi vida: no es desolador. Sin-ceramente agradezco haber podido comprobar que la teoría no era comparable a la práctica, que la realidad supera la ficción e incluso la digiere a pedacitos pequeños como si de distintos manjares se tratase, dejando un buen sabor de boca. Ahora, en la edad inimaginable durante mi infancia, prefiero haber vivido la realidad tal y como ha ido sucediendo, con un solo deseo: que la historia, mi historia, continúe de la misma forma y por qué no distinta de la que en el momento presente imagino.
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